Translate

Temas Agustinianos

SAN AGUSTÍN, BUSCADOR DE LA VERDAD

Agustín ha sido un buscador incansable de la verdad. En lo más hondo del corazón sentía con ardor un hambre de ella y de la felicidad. Con toda razón podríamos decir que su vida es una constante búsqueda de la verdad y del amor. A los 19 años, con la lectura del Hortensio, -de Cicerón-, Agustín arde en el amor de la sabiduría. Así nos lo cuenta en sus Confesiones: “Aquel libro, tengo que admitirlo, cambió mi modo de sentir… de golpe todas mis expectativas de frivolidad perdieron valor, y con increíble ardor de mi corazón ansiaba la inmortalidad de la sabiduría” (Conf. III, 4, 7). Agustín amó profundamente y buscó siempre con todos las fibras de su alma la verdad. “¡Oh verdad, verdad, cómo suspiraba ya entonces por ti desde las fibras más íntimas de mi corazón!”



Así pues, el Hortensio fue el más enérgico estimulante para despertar el genio de san Agustín y ponerlo en el camino de la sabiduría. Una de las mayores glorias de Cicerón es, sin duda, el haber avivado la lumbre del espíritu filosófico del joven de Tagaste, el cual conservó siempre un grato recuerdo de aquel nacimiento a la sabiduría. No obstante en este amor a la sabiduría, Agustín cayó en errores graves. Los estudiosos buscan cuáles son las causas de esto y las encuentran en tres direcciones:



1) En el planteamiento equivocado de las relaciones entre la razón y la fe, como si hubiera que escoger necesariamente entre una y otra;

2) En el presunto contraste entre Cristo y la Iglesia, con la consiguiente persuasión de que para adherirse plenamente a Cristo hubiera que abandonar la Iglesia;

3) Y, en el deseo de verse libre de la conciencia de pecado no mediante su remisión por obra de la gracia, sino mediante la negación de la responsabilidad humana del pecado mismo.



El primer error consistía en un cierto espíritu racionalista, en virtud del cual, Agustín se persuadió de que "había que seguir no a los que mandan creer, sino a los que enseñan la verdad" (De Beata Vita, 4). Con este espíritu leyó las Sagradas Escrituras y se sintió rechazado por los misterios en ellas contenidos, misterios que hay que aceptar con humildad y fe. Más tarde, siendo pastor, les decía a sus fieles acerca de este momento de su vida: "Yo que os hablo, estuve engañado un tiempo, cuando de joven me acerqué por primera vez a las Sagradas Escrituras. Me acerqué a ellas no con la piedad del que busca humildemente, sino con la presunción de quien quiere discutir... ¡Pobre de mí, que me creí apto para el vuelo, abandoné el nido y caí antes de poder volar!" (Serm., 51, 5, 6). Efectivamente, en estas circunstancias de su vida, el genio de Tagaste se topó con los maniqueos, les escuchó y les siguió. La razón principal fue aquello. La promesa "de dejar a un lado la terrible autoridad, conducir a Dios y librar de los errores a sus discípulos con la pura y simple razón" (De utilitate cred. 1, 2). Y tal precisamente era como se mostraba Agustín, "deseoso de poseer y absorber la verdad auténtica y sin velos" con la sola fuerza de la razón (De utilitate cred., 1, 2).



Pero, solamente después de largos años de estudios filosóficos, y convencido de que la verdad no estaba en la Iglesia católica, -esto por efecto de la propaganda maniquea-, Agustín, cayó en una profunda desilusión porque se había dado cuenta que le habían engañado; y perdió de hecho, la esperanza de poder encontrar la verdad. La crisis en su vida comenzó con el fracaso de la ideología maniquea; la consiguiente conmoción interna debilitó los impulsos vitales y las fuerzas dialécticas de su espíritu. Agustín perdió la confianza en sí mismo y convirtió en problemas insolubles las creencias que habían sido el norte de su vida. Nos cuenta en sus confesiones: “Así que, dudando de todo, al estilo de los académicos, según el concepto en que comúnmente se les tiene, y dando vueltas entre todo tipo de opiniones, tomé la resolución de abandonar a los maniqueos. Pensaba que, mientras siguiera el proceso de mi duda, no debía permanecer en aquella secta, pues ya en mi estima personal anteponía a ella el sentir de algunos filósofos. Pero, qué alivio para él, escribe en sus confesiones: “…a estos, desconocedores del nombre saludable de Cristo, tampoco quería confiar en términos absolutos la curación de la enfermedad de mi alma” (Conf. V, 14, 25).



Debemos dejar claro aquí, según los ilustres conocedores de san Agustín, que el mismo amor de la verdad, que albergaba siempre dentro de su alma, es el que lo libró de caer en las doctrinas de aquellos filósofos (-los académicos-). Por sí mismo, llegó a convencerse de que no es posible que el camino de la verdad esté cerrado a la mente humana; si no la encuentra, es porque ignora o desprecia el método para buscarla.



Animado por esta convicción, Agustín, se dijo a sí mismo: "¡Ea, busquemos con mayor diligencia, en lugar de perder la esperanza…dejémonos de cosas vacías y sin importancia! ¡consagrémonos exclusivamente a la búsqueda de la verdad! La vida es miserable, la muerte es incierta" (Conf. 6, 11, 19). Y así, prosiguió en la búsqueda, pero esta vez, guiado ya por la gracia divina, que su madre imploraba con lágrimas; y así llegó felizmente al puerto. Llegó a comprender que razón y fe son dos fuerzas destinadas a colaborar para conducir al hombre al conocimiento de la verdad. (Cf. Contra Acad., 3, 20, 43) y que cada cual tiene un primado propio: la fe, temporal; la razón, absoluto -"por su importancia viene primero la razón, por orden de tiempo la autoridad (de la fe)" (De ordine, 2,9, 26) -. De modo que San Agustín, comprendió que la fe, para estar segura, requiere una autoridad divina, cuya autoridad no es más que la de Cristo, sumo Maestro; -de cuyo valor- Agustín no había dudado nunca, y que la autoridad de Cristo se encuentra en las Sagradas Escrituras, garantizadas por la autoridad de la Iglesia católica. Así, al apasionado buscador de la verdad cuán pronto le conquistó la certeza de que Cristo es el único camino de la Verdad y la salvación.



Cabe señalar además, que el descubrimiento de las realidades espirituales mediante el método de la introversión platónica, fortaleció su entusiasmo en orden a la posibilidad del hallazgo de la verdad. De modo que en Agustín, se abrió a su mente una nueva zona de lo real, y en aquel nuevo ejercicio de división, dio alas a su esperanza. Así pues, con la ayuda de los filósofos platónicos se libró de la concepción materialista del ser, que había absorbido del maniqueísmo. Escribe en sus confesiones: "Amonestado por aquellos escritos que me intimaban a retornar a mí mismo, penetré en lo íntimo de mi corazón guiado por Ti. Lo pude hacer porque tú me prestaste apoyo. Entré y vi con el ojo de mi alma tal cual es, sobre el ojo mismo de mi alma, sobre mi inteligencia, una luz inmutable"(Conf. VII, 10, 16). Esta luz inmutable fue la que le abrió los inmensos horizontes del espíritu y de Dios. “¡Oh eterna verdad, verdadera caridad, amada eternidad! Tú eres mi Dios. Por ti suspiro día y noche”.



Así comprendió que, a propósito de la grave cuestión del mal, que constituía su mayor tormento, la primera pregunta que hay que formularse no es de dónde procede el mal, sino en qué consiste (Cf. Conf. VII, 5, 7), e intuyó que el mal no es una sustancia, sino una privación de bien: "Todo lo que existe es bien, y el mal, cuyo origen yo buscaba, no es una sustancia" (Conf. VII, 5, 7; 13, 19). Dios, pues -concluyó él- es el creador de todas las cosas y no existe sustancia alguna que no haya sido creada por Él. Fue éste su descubrimiento decisivo, que el pecado tiene su origen en la voluntad del hombre, una voluntad libre e indefectible: "Yo era quien quería, yo quien no quería, yo, yo era" (Conf. VIII, 10, 22).



A este punto uno podría preguntarse que Agustín había llegado al fin, y sin embargo, no había llegado aún. Las asechanzas de nuevo error le envolvían: la presunción de poder llegar a la posesión beatificante de la verdad con solas sus fuerzas naturales. Felizmente, una experiencia personal lo libró: “… al buscar los motivos de mis juicios, cuando los emitía descubrí que por encima de mi mente creada, se encontraba la inmutable y verdadera eternidad de la verdad” (Conf. VII, 17, 23). Fue entonces cuando comprendió que una cosa es conocer la meta y otra muy diversa llegar a ella. Para dar con la fuerza y el camino necesarios "me lancé con la mayor avidez, -escribe él mismo-, sobre la venerable Escritura de tu Espíritu, con preferencia en el Apóstol Pablo, y fueron desapareciendo todos aquellos problemas en que a veces me parecía descubrir contradicciones e incoherencias entre sus palabras y el testimonio de la Ley y de los profetas. Apareció ante mis ojos la verdadera y única identidad de tus palabras castas, y aprendí a alegrarme con temblor" (Conf. VII, 21, 27).



No cabe duda pues, que en las Cartas de Pablo descubrió a Cristo maestro, y a Cristo redentor, Verbo encarnado, único mediador entre Dios y los hombres. Fue entonces cuando se le mostró en todo su esplendor "el rostro de la filosofía" (Contra Acad. 2, 2, 6). Era la filosofía de Pablo, que tiene por centro a Cristo, "poder y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 24), y que tiene otros centros: la fe, la humildad, la gracia; la "filosofía", que es al mismo tiempo sabiduría y gracia, en virtud de la cual se hace posible no sólo conocer la patria, sino también llegar a ella.



Una vez encontrado Cristo redentor, fuertemente abrazado a Él, Agustín, había encontrado la verdad, y de este modo, el retorno al puerto de la fe católica, a la fe en la que su madre lo había educado: "Había oído hablar de la vida eterna desde niño, vida que se nos prometió mediante la humildad del Señor, nuestro Dios, abajado hasta nuestra soberbia" (Conf. I, 11, 17). El amor a la verdad, sostenido por la gracia divina, había triunfado de todos los errores.



Pero, aún así, habrá que decir con toda sinceridad que el camino no había terminado. En Agustín, renacía un antiguo propósito: el de consagrarse por completo a la sabiduría, una vez que la había hallado; esto es, abandonar toda esperanza terrena para poseerla. Ahora ya no podía aducir más excusas: la verdad por la que tanto había suspirado era finalmente cierta. Y, sin embargo, todavía dudaba, buscando razones para no decidirse a hacerlo. Las ligaduras que lo ataban a las esperanzas terrenas eran fuertes: los honores, el lucro, el matrimonio… Pero, he aquí, que al tomar la decisión, Agustín, tan bellamente narra en sus confesiones, a su madre, aquella fuerte determinación: "Fuimos donde mi madre y le revelamos la decisión que habíamos tomado -Alipio y Agustín-. Ella se alegró. Le contamos el desenvolvimiento de los hechos. Se alegró y triunfó. Y empezó a bendecirte porque tú puedes hacer más de lo que pedimos y comprendemos (Ef 3, 20). Veía que le habías concedido, con relación a mí, más de lo que te había pedido con todos sus gemidos y sus lágrimas conmovedoras. De hecho, me volviste a Ti tan absolutamente, que ya no buscaba ni esposa, ni carrera en este mundo" (Conf. VIII, 12, 30).



A partir de aquel momento comenzaba para Agustín una vida nueva, terminó el año escolar -estaban cercanas las vacaciones de la vendimia-; se retiró a la soledad de Casiciaco. Al final de las vacaciones renunció al profesorado; regresó a Milán a principios del 387; se inscribió entre los catecúmenos y en la noche del Sábado Santo (23/24 de abril) fue bautizado por el obispo Ambrosio, de cuya predicación había aprendido tanto. Escribe en sus confesiones "Recibimos el bautismo y se disipó de nosotros la inquietud de la vida pasada. Aquellos días no me hartaba de considerar con dulzura admirable tus profundos designios sobre la salvación del género humano". Y añade, “manifestando la íntima conmoción de su alma: Cuántas lágrimas derramé oyendo los acentos de tus himnos y cánticos, que resonaban dulcemente en tu Iglesia" (Conf. XIX, 6, 14). Agustín ahora convertido se abraza fuertemente a la Verdad, única verdad, Cristo.



Finalmente, el amante apasionado de la verdad quería, ahora, dedicar su vida al ascetismo, a la contemplación, al apostolado intelectual. De hecho, su primer biógrafo añade: "Y de las verdades que Dios revelaba a su inteligencia hacía participar a presentes y ausentes, instruyéndoles con discursos y con libros" (Posidio, Vita S. Augustini, 3, 1). Y así lo hizo siendo sacerdote y obispo.



Ahora bien, -y antes de concluir esta ponencia-, quisiera a este hombre extraordinario, preguntarle qué tiene que decir a los hombres de hoy, a nosotros que nos encontramos aquí reunidos. Particularmente, pienso que tenga realmente mucho que decir, tanto con su ejemplo como con sus enseñanzas. A quien busca la verdad le enseña que no pierda la esperanza de encontrarla. Lo enseña con su ejemplo -él la encontró después de muchos años de laboriosa búsqueda- y con su actividad literaria, cuyo programa fija en la primera carta que escribió después de su conversión.



Hoy creo que habrá que conducir de nuevo a los hombres... a la esperanza de encontrar la verdad. Agustín nos enseña a buscarla “con humildad, desinterés y diligencia”; a superar: el escepticismo mediante el retorno a sí mismo, donde habita la verdad; a superar el materialismo, que impide a la mente percibir su unión indisoluble con las realidades inteligibles; a superar el racionalismo, que al rechazar la colaboración de la fe, se pone en condición de no entender el "misterio" del hombre.



A los teólogos, que se afanan por comprender mejor el contenido de la fe, deja Agustín el patrimonio inmenso de su pensamiento, siempre válido en su conjunto, y especialmente el método teológico al que se mantuvo firmemente fiel.



Agustín amaba en demasía la Escritura, cuyo origen divino, inerrancia, profundidad y riqueza inagotable lo exalta. La estudiaba. Y él nos pide que la estudiemos completa; que se ponga de relieve su verdadero pensamiento o, como él dice, su “corazón”. En las controversias que nacen en torno a la interpretación de las Escrituras recomienda que se discuta “con santa humildad, con paz católica, con caridad cristiana”, “hasta que la verdad salga a flote, verdad que Dios ha puesto en la cátedra de la unidad”.



A los investigadores y a los hombres de ciencia les invita también a reconocer en las cosas creadas las huellas de Dios y a descubrir en la armonía del universo las “razones seminales” que Dios ha depositado en ellas. Finalmente, a quienes tienen los destinos de los pueblos les recomienda que amen sobre todo la paz y que la promuevan no con la lucha, sino con los métodos pacíficos, porque, escribe él sabiamente, “es título de gloria más grande matar la guerra con la palabra, que los hombres con la espada, y procurar o bien mantener la paz con la paz, no con la guerra” (Ep., 229, 2).



Por último a los jóvenes, a quienes Agustín amó sin medida como profesor antes de su conversión; y como Pastor después, les recuerda su gran trinomio: verdad, amor, libertad: Tres bienes supremos que se dan juntos. Y les invita a amar la belleza, como él, que fue un gran enamorado de ella (Cf. Conf. IV, 13, 20). No sólo la belleza de los cuerpos, que podría hacer olvidar la del espíritu, ni sólo la belleza del arte (Conf. X, 8, 15; 34,53), sino la belleza interior de la virtud, y sobre todo, la belleza eterna de Dios, de la que provienen la belleza de los cuerpos, del arte y de la virtud. En definitiva de Dios, que es “la belleza de toda belleza”, “fundamento, principio y ordenador del bien y de la belleza de todos los seres que son buenos y bellos” (Solil., 1, 1, 3). Agustín, recordando los años anteriores a su conversión, se lamenta amargamente de haber amado tarde esta “belleza tan antigua y tan nueva” (Conf. X, 27, 38), y quiere que los jóvenes no le sigan en esto, sino que, amándola siempre y por encima de todo, conserven perpetuamente en ella el esplendor interior de su juventud (Cf. De sancta virginitate, 6, 6).

*******


  LOS SALMOS EN SAN AGUSTÍN
 

   Para decir algo sobre los salmos en san Agustín necesariamente tenemos que recurrir a su obra Enarrationes in Psalmos. La Biblia es para Agustín un lugar excepcional del encuentro con Dios. Es por ello que en su magnífica obra nos dirá lo siguiente: “cuando la lees, es Dios quien te habla”. Igualmente, en otro lugar, refiriéndose a toda la Escritura nos mencionará: “cuando leemos los salmos, los profetas, o la Ley, todas escritas antes de la venida encarnada de nuestro Señor Jesucristo, debemos poner toda la atención en ver en ellos a Cristo y, a comprender en ellos a Cristo”. Con estas dos citas queremos anotar algunas pinceladas sobre nuestro tema. Pero, para un mejor desarrollo de lo que nos proponemos nos vendría bien el formularnos unas cuantas interrogantes: ¿Qué son los salmos para san Agustín? ¿De qué manera influyen en su vida? ¿Qué nos revela en tan magnífica obra Enarrationes in Psalmos? ¿Qué contenidos teológicos encontramos en ella? ¿Hacia dónde nos conduce con sus bellísimos comentarios? Estas y otras cuestiones que nos iremos formulando a lo largo de estas páginas irán obteniendo respuestas conforme a nuestra bibliografía consultada.

I.- Cuestiones generales sobre la obra Enarrationes in Psalmos.
  
   La primera impresión de san Agustín en el primer contacto con los salmos insinuaría en su corazón, las expresiones más vivas de lo espiritual. Leía complacido los salmos y anidaba en su corazón los sentimientos de horror para aquellos que pretendían desconocer la Escritura porque no les interesaba vivir en conformidad con ella. En Casiciaco han dejado una huella imborrable. El comentario a los salmos quizá es el libro más inspirado de toda la tradición espiritual cristiana. Aquí se deja ver cómo Agustín pudo escribir este impresionante comentario a partir de su propia experiencia personal de oración, que el mismo nos ha contado testimonialmente en sus Confesiones. “Que voces te di, Dios mío, leyendo los salmos de David, esos cantos de fe, esas cadencias de piedad que están en tan marcado contraste con todo espíritu de orgullo... en compañía de mi madre que se había asociado a nosotros con ropa de mujer, fe de varón, seguridad de anciana, amor de madre y piedad cristiana. Qué voces te daba en aquellos salmos y cómo me incendiaban en amor a ti. Ardía en deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero contra el orgullo del género humano”.

   Solo quien siente un impulso interior grande de alabar a Dios se siente fascinado por la belleza de los salmos. Y, en ellos encontrará los textos que ponen palabras precisas a sus deseos más profundos que pugnan por formularse en palabras. “Cuántas lágrimas derramé escuchando los bellos himnos y cánticos que resonaban en tu Iglesia. Me producía una honda emoción. Aquellas voces penetraban en mis oídos, y tu verdad iba penetrando en mi corazón, y con esto se inflamaba el afecto de piedad, y las lágrimas que derramaba me hacían bien”.

   Las Enarrationes in Psalmos es la obra más extensa que De Civitate Dei, pero la menos leída de las obras principales de Agustín. Esta obra extensa no solo revela su diligencia como intérprete, su actividad intangible como predicador, su celo como apologeta, su pericia como filósofo y su profundidad como teólogo. Sino que además revela una mente con asombroso dominio de las Escrituras, una mente que mantenía una densa red intertextual, en la que una sola palabra podría esconder el pasaje secreto a otra media docena de palabras, todas ellas fijadas en el misterio de Cristo.

   Entre los años 392 al 418 Agustín predicó, escribió y dictó su comentario homilético, versículo por versículo de los 150 salmos. La mayoría de sus exposiciones fueron predicadas al pueblo, otras han sido dictadas ante los estenógrafos. Sobre el lugar en el que fueron predicadas han existido diversas opiniones. Según diversos autores una gran mayoría de éstas exposiciones han sido pronunciadas en Cartago; según Le Landais, en Hipona y otros en Tagaste. Los argumentos a favor de estas opiniones se buscan en el estilo literario, en las imágenes, en los conceptos más subidos, en la prosa más depurada y más estrictamente retórica. Lo cierto es que la diversidad de lugares en que fueron predicadas y la diversidad de periodos en que fueron escritas hace difícil encuadrar en un periodo y en un lugar determinado.

    Con respecto al auditorio de las Enarrationes in Psalmos es un auditorio mixto y compacto. Existen los borrachos, los impuros, los avariciosos, los hombres de virtud y los hombres de vicio, los hombres ávidos de soledad que pretenden retirarse del tumulto del público para vivir tranquilos en la soledad y retiro , y allí se siguen a sí mismos. Es un auditorio donde se exhibe un mundo desquiciado, un mundo que gime, que llora, un mundo que busca salida a sus problemas y que únicamente lo hallará en Cristo. Las Enarrationes in Psalmos definen el estado de una humanidad que está peregrina hasta el fin de los tiempos, y el auditorio de presente (al que acabamos de describir) era la imagen y le símbolo del auditorio futuro. De esta manera es fácil definir un auditorio mixto, compacto. Se aprecia aquí la gracia de adaptación que adornaba a s. Agustín.

II.- La Exégesis agustiniana
   La novedad de Agustín en sus Enarrationes no se reduce al ámbito de la exposición, ni siquiera a la exégesis. Entra en los salmos con ansias de perfección, por tanto va a prescindir de la técnica, de las reglas dadas para la exégesis en el De doctrina christiana, y se implicaría en los problemas de la vida y en las aplicaciones prácticas. Busca ante todo el significado espiritual que pretende dar el texto. “Su costumbre era no centrarse en la letra, o en el sentido literal , del salmo sino penetrar a través de la letra, e investigar los misterios que hay en el interior”. “La exégesis agustiniana, que no es técnica filológica, es una profunda meditación sobre los temas abundantes que resume la Escritura en breves frases”. Teniendo presente estas afirmaciones podemos decir que no podemos pedir a san Agustín una exégesis basada en la filología comparada y en los textos extrabíblicos, como puede hacerlo un escriturista de nuestros días.

    Lo que realmente interesa a san Agustín es la vida como tal, la vida entera, el sentido y valor de esta vida humana, la salvación del hombre. Por eso nos dirá J. B. Valvekens: “los comentarios agustinianos no son obra de especialista ni destinados a especialistas. Son reflexiones de un convertido, de un gran genio, del mayor de los Santos Padres. Se dirigen a todos los hombres, interesan a todos”. Los salmos le conducen a san Agustín a la raíz profunda de la naturaleza humana, hundiendo en su pecho el arpón de una inquietud salvadora que conmueve sus vísceras internas. Él penetra hasta la entraña íntima y llega al fondo con su sentido doblemente mesiánico en cada caso. Así pues, Agustín, no se centra en el sentido histórico y literal de los salmos. Sus exégesis eran obras ideadas con frescor y adaptadas a la situación local. Tan es así que sus homilías predicadas muestran en su mayor parte un estilo coloquial vivo, lleno de frescor y con los vestigios de la vida real, como son comentario de la cantidad de gente que ha acudido, respuestas a las reacciones de la muchedumbre, digresiones espontáneas, excusas por alargarse mucho, palabras directas a una persona, etc. En general predicaba no a una clase selecta espiritual sino para los pequeños cuya fe nutría él a base de imágenes de la Escritura; tal como él mismo nos señala: “aquellas cosas visibles por las cuales se nos da a conocer lo invisible”.

1.- El Totus Christus como centro hermenéutico.
    
Al igual que para De doctrina christiana para las Enarrationes, toda la Escritura se refiere al amor: “en todo lo que en la Escritura está oculta, está oculto este amor, y en todo lo que está en ella presente, se halla patente este amor” (En. in ps. 140. 2). Agustín es un enamorado de Dios, de su Palabra, por eso él en nos dirá: “todo lo que se saca de cualquier página de la Escritura, solo tiene por fin el amor”. (En. in ps. 140. 2). En las Enarrationes este fin (el amor) reside en Cristo. Es Cristo el centro de toda la escritura. Siendo parte de la salvación, el libro de los salmos, no podía menos de tener como tema central a Cristo. Precisamente con la llegada de Cristo reciben los salmos su sentido más pleno. De hecho es Él mismo el que lo usa refiriéndose a su misma persona. Baste recodara como ejemplo las constantes referencias de los evangelios a un salmo concreto, el 22 en el momento supremo de la pasión. Para san Agustín Cristo aparece hablando en los salmos por diversos modos.

   Unas veces se refiere a la persona Christi sin especificar más: “Yo he sido constituido rey por el (Señor) sobre Sión... es evidente que estas palabras se dicen de la persona de nuestro Señor Jesucristo”. “Dormí y tomé el sueño y me levanté, porque Dios me sustentará... induce a entender este salmo de la persona de Cristo”. “Cantaré a tu nombre, ¡Oh Altísimo! haciendo volver atrás a mi enemigo... Cristo aparece hablando en este salmo”.

   Otras veces, aun tratándose de la persona de Cristo en general, hace notar que no es Cristo quien habla, sino que se habla de Él: “increpaste a las gentes y pereció el impío... esto se dijo de nuestro Señor Jesucristo más que haberlo dicho Él”. “El título del salmo: salmo de David para el fin. No dice nuestro Señor Jesucristo estas cosas, sino que se dicen de Él”. “El título es conocido. No habla Cristo, sino que el profeta habla de Cristo, cantando alegóricamente en deseo las cosas que han de acontecer”.

  
   A veces se resalta el aspecto humano de la persona de Cristo: “En este salmo habla nuestro Rey a propósito de su humanidad”. “Tú, Señor, eres mi sustentador. Esto se dice a Dios en cuanto que es hombre, puesto que la toma del hombre es el Verbo hecho carne”.

   Con estas citas hemos querido reafirmar lo que san Agustín afirma cuando dice que en toda la Escritura Cristo es el centro. Todavía nos queda anotar en qué consiste el Totus Christus. Agustín refiere los textos sálmicos al Cristo total es decir al formado por Cristo cabeza y por la Iglesia -su Cuerpo-, según la típica terminología paulina. “Puede entenderse este salmo aplicado a la persona de Cristo, también de otra manera, a saber: hablando su todo. Digo su todo, hablando Él y su cuerpo, de quien es la cabeza”. Cristo aparece a cada página, o en nombre propio, o en nombre la Iglesia, o en nombre de los miembros. Cristo es quien habla en los salmos.

   Cuando Agustín se apresta a explicar los títulos de los salmos choca siempre por cualquier camino con Cristo. Eso por un lado. Por otro, Agustín repite una y otra vez que Cristo y la Iglesia son una sola cosa, una sola alma, un solo hombre, una sola persona, un solo justo, un solo Cristo, un solo hijo de Dios.
  
   Ahora bien siendo Cristo y la Iglesia una sola persona, entonces toda la Escritura no hace más que hablar en su nombre. Desde este punto de vista podemos decir con Agustín que Cristo y la Iglesia hablan sin cesar en la Sagrada Escritura. Cristo se cubre de nuestras miserias, y cuando habla de ellas acepta nuestra persona y la toma sobre sí mismo. Los textos de los salmos que no pueden aplicarse al Cristo real, cabeza, se aplicarán al Cuerpo, a los miembros; pero en uno y en otro caso hablará Cristo en nombre propio y en el de sus miembros. Así pues, el misterio de la Escritura lo encierra Cristo y la Iglesia. Es en la Escritura donde Cristo es pregonado en plenitud en su Cuerpo.

   Sin duda para san Agustín en los salmos todo son misterios, pero llaman a la puerta con el fin de dar siempre acogida a Cristo, que se le presenta bajo figuras muy diversas. Tan es así que el P. Arrupe nos dirá que de esa exégesis del Cristo único en dos vertientes se desprende con plenitud la espiritualidad cristológica y eclesiológica de las Enarrationes. Estas son dos características esenciales de las exposiciones agustinianas.

   La unidad de Cristo con todos y de todos en Cristo es el lema agustiniano que se predica en las Enarrationes. La Iglesia, cuerpo visible, los agrupa en organización y jerarquía externa, expresión de la íntima y trascendente. Cristo gime en sus miembros y se alegra con ellos, y esta conciencia ha de invadir a todos los fieles. La insistencia de que Cristo y la Iglesia son una sola cosa nos lleva a decir que no es solamente Cristo el que está presente en la Iglesia de hoy como cabeza, sino que era esta misma Iglesia la que estaba presente en el Cristo histórico.

   Cabe señalar que el Totus Christus no se refiere al contenido objetivo como si los salmos enseñaran acerca de Cristo y de la Iglesia; sino que, puesto que los cristianos nos dicen juntamente con su cabeza “nosotros somos Cristo”, ellos son su sujeto viviente y participan de facto en la voz que habla allí. En un salmos tras otro “nosotros vamos descubriendo nuestra propia voz”. “¿Quién es el que canta? El cuerpo de Cristo.¿Quién es Él? Vosotros sois si queréis; todos vosotros si queremos”. Puesto que vuestra voz está en los salmos, no podemos recitarlos sin un profundo afecto, porque sentimos que nosotros mismos vivimos en el mismo lugar. Por eso para san Agustín el salterio no solo es informativo sino también performativo. “Si el salmo ora, vosotros oráis; si se alegra, vosotros os alegráis; si gime, vosotros gemís; si espera, vosotros esperáis; si teme, vosotros teméis. Porque todas las cosas que se escribieron aquí, son un espejo para nosotros”.

III.- Breve presentación de algunos temas teológicos.
  
 La perfección como empresa común de todo hombre, es decir que no es solamente de una élite ni de algunos no tan cualificados. Agustín exige el ser perfectos, esto es, pertenecer a Cristo y de ese ser miembros de su Cuerpo místico. Agustín no propone uan serie de retiros ni grandes mortificaciones para ser perfectos, trata únicamente de cristianizar todos los ambientes, por tanto él nos dice que podemos llegar a ser perfectos en cualquier estado de vida, siendo miembros de ese Cristo que ha querido reunirnos a todos en sí mismo, redimiéndonos. Por eso enfatiza que todos tenemos que ver a Cristo en los hermanos y ver a Cristo en cada una de nuestras acciones. Con esto podemos decir que cualquiera puede llegar a la perfección, pero necesita ser aceptada libremente por amor y, nadie queda excluido del esfuerzo del trabajo.

   Agustín en sus Enarrationes nos presenta la existencia de buenos y malos en la Iglesia y en el mundo, en toda profesión humana o eclesial, la cizaña y el trigo, la paja y el grano. Es el drama de la existencia cristiana en el mundo, donde un cristiano siente la trágica tentación cuando mira a la tierra y ve en su entorno florecer a todos, mientras él, quizá bueno, se resigna a la pobreza y a la miseria. El drama de la existencia cristiana, drama de perfección se convierte en el drama de la fe, en la tragedia del adherirse, del amar y del esperar sin ver con los ojos de la carne. Agustín se pregunta: y si no existe el más allá, ¿por qué me sacrifico? ¿Por qué llevo mi vida en peligros y en tristezas? ¿Por qué me entrego a los demás y vivo en parvedad y miseria tal vez en este mundo? Sin embargo, a pesar de ello, Agustín nunca puso en duda la existencia de la vida eterna, ni siquiera en su escepticismo ni en medio de sus desvaríos. Agustín exige ante todo la fe. Sin fe no existe solución a ese drama, porque es natural quien no cree no puede sacrificarse, ni amar, ni entregarse por puro humanitarismo o por filantropía. Quien no cree tiene que revelarse contra los males existentes en el mundo y, por tanto contra ese Dios que lo permite y que acosa de tal manera las conciencias que no permite reposo.

   Los buenos son quienes sufren los ataques del mundo. Por ello nos dirá Agustín, amarrarse a la cruz de Cristo, meditar sus tribulaciones y sus penalidades, tomar como estandarte la resurrección para asegurar el premio de la vida futura, será la única salida a este callejón en que se ha aprisionado la existencia cristiana.

   Para san Agustín la fe y la esperanza han de encender la caridad, y solamente quien en su oscuridad se enraíce con reciedumbre en la fe podrá salvar el abismo que se le presenta ante el florecimiento material de los malos, ante la paradoja del cristiano de nombre que, sin embargo, vive su problema y se defiende contra todo y contra todos. Quien se adhiere en cuerpo y alma a la fe, quien acepte convencido y complacido esa voluntad de Dios, quien crea realmente y espere, no puede menos de amar, y en su amor va implicado el sentido de toda su ascética y de su vida de unión con Dios. No sufrirá quebranto ante las dificultades, ni ante las objeciones, ni ante las tentaciones, procedan de donde procedan. San Agustín hace comprender que cada uno ha de santificarse en el propio estado y que era voluntad de Dios la existencia de buenos y malos en el mundo y del florecimiento de unos y la desgracia o agotamiento de los otros.

   Otro de los temas que Agustín nos viene presentando en su comentarios a los salmos es la aceptación y la alegría. Aceptar la voluntad divida es corresponder a este querer de Dios. “Así se alaba y se bendice a Dios continuamente y en todos los sucesos, prósperos o adversos”. “Y tanto más firmemente te alegrarás y gozarás cuanto más firme es el objeto de nuestra alegría”. Según Agustín las adversidades y las alegrías, los sufrimientos y los pesares, las ingratitudes o las correspondencias ha de verse venido como de la mano cariñosa de Dios, que corrige solamente a quien ama, porque quiere hacerle el máximo bien. En este sentido los rectos de corazón y los de corazón torcido se definen por su mayor o menor adhesión a la voluntad de Dios. Por ello para el obispo de Hipona la gratitud ha de ser la virtud base en la vida del espíritu, que al fin es correspondencia al amor de ese Dios que se nos entrega en todas las cosas y que hemos de ver en todos los acontecimientos y en todos los sucesos. “El grito máximo de todo cristiano en todo momento ha de ser el de acción de gracias a Dios por todos los beneficios”. Para Agustín de la aceptación nace la alegría de sentirse siempre en lo cierto y en la bondad, la inenarrable alegría de no sucumbir a la tempestad de lo adverso ni a la sirena de la felicidad y de lo próspero. Las notas características en medio de la existencia cristiana en la tierra, en medio de la tragedia y del drama, son la aceptación y adhesión a la voluntad de Dios y la alegría que no puede cambiar.

   Merece unas pocas líneas al tema de la tribulación. Para san Agustín la tribulación es el invierno para el alma. La tempestad del temor y el frío de la tristeza, la atribula y no la permite alzar la vista al cielo. Es importante para san Agustín, en el tiempo de la bonaza y de la calma recurrir a Dios para llenarse para el invierno de la tribulación. La tribulación es carga de todos los días y de todas las horas. Dios quiere que sepamos apreciar nuestra limitación, nuestra debilidad, y con ella recurrir a su mano poderosa, siendo conscientes de que Él no ha intentado dejarnos en la soberbia de nuestro vivir y en la complacencia de nuestro gozar. Por ello nos dirá que la misma vida es por sí misma una herida, una continua plaga y una tribulación. “La vida es el profundo abismo del cual tenemos que surgir y clamar al Señor para que nos libre de los trabajos y sufrimientos que nos acarrean las circunstancias y las personas”.

   La nostalgia y la esperanza es un tema muy marcado en sus Enarrationes. Esta nostalgia se traduce en deseo de la patria, esperanza alentadora. El alma no encuentra reposo en la tierra y se ve obligada de continuo a viajar, a correr y a caminar por la senda de la virtud hasta que logre el fin que se le promete. La “vida de la vida mortal es la esperanza de la vida inmortal”. Si esperanza no podría caber ni el sacrificio ni el amor, como sin amor no se concebirá una esperanza. El deseo de la patria nace de la indiferencia a lo temporal, lo terreno, lo caduco. El deseo es la sed del alma puesto que es el mismo Espíritu Santo quien lo infunde en las almas. La esperanza es aquella que nos defiende contra los ataques de todos los enemigos del camino en la marcha ascensional por las vías de la intimidad a la unión con Dios. Para san Agustín “la esperanza arranca de ese deseo de la realidad, de la adhesión a Dios”. La vida eterna, la felicidad celestial, es la patria del cristiano y, esta felicidad relativa la hallará en la tierra en la adhesión a Dios, purificándose por medio del deseo, de toda mancha terrena. En este sentido Dios es el único objeto de nuestra esperanza. “Vives ya en la esperanza, alaba a la esperanza, canta de esperanza. De donde te nace la muerte, que es de la peregrinación y del destierro, no cantes; pero viviendo de la esperanza, canta”. La nostalgia y la esperanza es alegría y consuelo.

   En san Agustín se entiende perfectamente que toda nuestra vida ha de ser un cantar de alabanza a Dios, una alegría suprema en espera de la patria, nostalgia del porvenir y certeza de la promesa. Dios quiere que hagamos de la vida una oración continuada. Agustín ciertamente es maestro de oración y lo ha demostrado de diversas maneras. Siendo la oración una alabanza, un amor un deseo, un clamor del corazón, nos da la norma máxima de conducta que nos consuela en medio de las necesidades y la agitación de nuestra vida ordinaria. Por ello cuanto hagas, hazlo bien y estás alabando a Dios.

De todo lo que hemos anotado hasta aquí ¿qué nos queda decir?. A modo de conclusión anotamos lo siguiente:

a).- Según las Enarrationes, el libro sobre los salmos contiene resumidos los temas principales del Antiguo Testamento: creación y redención, providencia y misericordia. En este sentido los salmos son reflejo de la actuación de Dios.

b).- Agustín encuentra en los salmos una serie de términos (naves, caballo, unicornio, etc) que le evocan al tema de la soberbia. Tan es así que, en sus Enarrationes, nos dirá que le primer pecado del hombre es siempre la soberbia.

c).- Para san Agustín Cristo es en el que se ha realizado la unión de lo temporal con lo eterno. La Iglesia (su cuerpo), que permanece en el tiempo, ansía la eternidad de su cabeza. Por eso que el Totus Christus en la predicación de san Agustín muestra que Cristo y la Iglesia ha llegado al conocimiento de Dios y del alma.

d).- Los salmos para san Agustín más que una plegaria son unión vida - plegaria: vive bien, y estás alabando a Dios.

e).- Finalmente, los salmos son el reflejo de las respuestas a los problemas concretos de su tiempo.


BIBLIOGRAFÍA

1.- AUGUSTINUS, Madrid, 1979.
2.- CAPANAGA A., Victorino, Agustín de Hipona. Madrid, 1974.
3.- FITZGERALD D., Allan, Diccionario de san Agustín. Monte Carmelo – Burgos 2001.
4.- S. AGUSTÍN, Confesiones. Iquitos – Perú, 1986.
5.- S. AGUSTÍN, Enarrationes in psalmos I. Madrid, 1964.
6.- TARSICIUS J. van Bavel y BRUNING, Bernard, san Agustín. Madrid, 2007.


******

LA VIDA FELIZ

"Quien desea ser feliz debe procurarse bienes permanentes que no le puedan ser arrebatados por ningún revés de la fortuna. Es feliz el que posee a Dios" (De la vida feliz, II,11)

   En el corazón inquieto de Agustín anida un deseo que mueve todo el dinamismo humano: el de la vida feliz. Todos los hombres quieren ser felices y hacen cuanto pueden para conseguirlo. La felicidad, fin del hombre, fue el resorte de toda su dialéctica. Después de la lectura del Hortensio de Ciceron, toda su vida comenzó a girar en torno a este principio, la felicidad. Esto sin excluir que en su conversión, en Casiciaco, estuvo movido siempre por el mismo resorte. La diferencia está en el que después de su conversión se clarifica el fin adonde debía ir y el camino por donde debía ir. La vida feliz se le presenta, en el corazón inquieto, siempre en relación con la posesión de la verdad: "Solo hace bienaventurados la verdad, por las que son verdaderas todas las cosas" (Ennarrt. in ps, 4,3), y define la bienaventuranza como el gozo de la verdad. Esta vida feliz la quieren todos; esta vida, que es la única bienaventurada, todos la desean, todos anhelan por el gozo de la verdad. (Conf. X 23,33).
   San Agustín enlaza la felicidad y la verdad porque no quería una felicidad falsa y aparente, sino sólida y real. Por eso ya en su primera polémica contra los académicos quiso cerciorarse, ante todo, de la posibilidad o facultad de alcanzar la verdad y la sabiduría para ser feliz. No hay ni puede haber felicidad en el error. Los partidarios de la Academia decían que el hombre no puede alcanzar la verdad y que debe contentarse con buscarla o con una probable posesión de la misma. Pero Agustín que aprendió a dónde iba y por dónde tenía que ir se pusieron al alcanse de sus ojos la patria y el camino. Para él el que no conoce la patria, no se dirige hacia ella, y el que no sabe el camino que lleva allí, tampoco. Las dos certezas son necesarias para emprender el nuevo rumbo de la existencia. Por eso Agustín nos dirá "Tenemos un guía, Cristo, que nos lleve hasta los secretos de la misma verdad con la luz de la revelación divina" (Contra Acad. III 20,44).

   Según los estoicos, al hombre le basta desarrollar su esencia para llegar al estado mejor posible, que es la areté, la virtud, a la que va entrañado la eudaimonía (Conf. Max Pohlenz, historia de un movimiento espiritual, p., 233) o el estado de felicidad. Ellos afirman que el hombre mismo con su razón es el artífice de la vida feliz. De este modo de concebir Agustín se apartó. Para él Dios solo es la felicidad del alma. Por eso nos dice que en el más profundo deseo humano -el de la vida feliz- late la necesidad y aspiración a un socorro divino que lo haga capaz de conseguirlo. Estos dos deseos de felicidad y de ayuda preparan ya el suelo para la futura teología de la gracia.

   Por otro lado san Agustín, al igual que algunos filósofos de la antigüedad, enlaza fuertemente la ética y la vida feliz tal como lo exigía la doctrina de la Sagrada Escritura: "No son las riquezas ni la eminencia de las dignidades y las demás cosas de este género, los que se tienen por felicices los que en verdad no lo son, los que apartan la dicha y por eso es mejor no necesitar de ellas que sobresalir en poseerlas, pues más tormento da el miedo a perderlas que gozo su disfrute. Los hombres no se hacen buenos por esas cosas, sino siendo buenos por otras; con el buen uso que de ellas hacen ellos los hacen buenos. No está, pues, en ellas el descanso, sino donde está la verdadera vida. Es necesario que el hombre se haga feliz con lo que le hace bueno" (Epist. 130,3).

   Para san Agustín todo el sentido de la tendencia a la felicidad -peso profundo del alma, cuya meta es Dios, felicidad de quien y por quien son felices todas las cosas felices (Sol I 1,3)-, se encuentra en términos de purificación, conversión y participación. La orientación al último fin -el ser felices- es lo que justifica todo movimiento de la voluntad en busca de su verdadero descanso.

******